Melani
Hola Mel.
Pasó mucho tiempo de la última vez que hablamos y espero que el humo presente de las últimas veces que fui a visitarte haya cedido un poco, porque con la humedad del Paraná no eran buena combinación. Si sabremos de eso, ¿no?
En realidad sé que estoy rompiendo este silencio implícito que pactamos y por eso te pido perdón. Esta carta te la habré escrito mil veces ya: desayunando, en el laburo, viajando en los bondis que sabes que tanto odio, cuando te fuiste yendo allá por octubre. Siempre me quedé con mil palabras para decirte, muchas repetidas, y supongo que todo eso también te cansó. Mis discursos, mis cadenas nacionales, todo lo que no te escuché.
El tema con esta carta, flaquita, es que hoy encontré en mi mochila, tickets y papelitos de nuestras meriendas, el collar que me regalaste y la pulsera que prometí nunca sacarme. Es una excusa tonta, ya sé, vos seguramente si estuvieras acá revolearías los ojos como tanto me gustaba y dirías uno de esos chistes ingeniosos que tenías. Pero acá estoy escribiéndote, pensándote y sobretodo extrañándote, tratando de mantener a carne viva el fantasma de nosotros a través de un pedazo de papel que anuncia que esa tarde comimos pizza.
Ahora que no estás, que no sé nada de vos, el tiempo me hizo entender que Rosario es la ciudad más lejana del mundo, y que Córdoba se ha vuelto la más triste y desolada del país porque acá no hay ni un recuerdo vivo de tu presencia.
Así que ahora lo único que me queda es tratar de invocarte cada tanto, casi siempre por las noches, y recordarnos allá en tu casa, caminando por el Boulevard Oroño —que de tanto pasearlo seguramente nuestra sombra siga ahí—, andando por la costanera y preguntándonos qué tan lejos podíamos llegar, comprando galletitas a la madrugada, tu gato negro rascando la puerta y la primera vez que te besé en la Plaza San Martín.
¿Te acordas de algo de eso, flaquita? ¿Existirán aún mis cartas y dibujos entre tus cajas o alguna canción que me invoque? ¿Pasas todavía por las calles donde rayamos las paredes, dónde fuimos a ver a Miranda? ¿Seguís jugando los jueguitos que te mostré? ¿Te acordas de las noches de distancia cosechando zanahorias virtuales? ¿Usas aún de pijama esa remera blanca que te regalé?
Por eso estoy un poco celoso, quizás. Nunca pude despedirte porque todo lo que soy se lo llevó Rosario. Y acá en Córdoba, no existe duelo alguno que pueda hacer porque mi ciudad no tiene ni un laguito cerca para simular las bahías lindas y generosas que compartí con vos, no tiene el ruido de las llaves de tu puerta cuando bajabas a abrirme, ni siquiera la llegada del tren que se escuchaba desde tu casa, no tiene la feria de ropa donde comprabas pantalones rotos, no tiene tu cama, tu olor a coco. Y es terrible, porque mientras trato de escuchar tu voz en otras bocas para que no se me olvide, me encuentro asimilando que no hay atajos más allá de flashbacks, de esa canción de Oasis que tenés tatuada, de algo tonto como un ticket en mi mochila o una foto perdida en mi galería, es decir, cualquier cosa que me haga escuchar alguno de todos los apodos que nos pusiste.
¿Viste que siempre decíamos que si algún día terminaba todo esto, lo íbamos a hacer de la forma más humana posible? Y creo que lo hicimos. Hicimos lo que pudimos, flaquita. Sé que se estiró demasiado quizás, que nos costaron mil cosas y no pegamos los volantazos a tiempo. Eso me dolió un montón, que te hayas ido de a poquito, que quizás un día las fronteras estaban abiertas para vernos y al siguiente había más preguntas que en uno de esos programas que mirábamos en tu casa. Me dolió no poder hacer un viaje relámpago para vernos, para despedirnos y no dejar que se rompa todo. Entonces, qué difícil es querer cerrar y apagar las luces ) cuando la última vez que te vi fue a través de la ventana de un taxi, vos me saludabas y yo te tiraba besos, tristes porque volver a nuestras casas sin el otro era un páramo frío, pero sabiendo que pronto se acercaba el verano, todo para nosotros. ¿Qué duelo hago si mi memoria me lleva a nosotros, abrazados en tu cama, y vos pidiéndome que no me vaya?
Pero quiero aclararte una cosa: vos no me rompiste el corazón, sé que lo dije, pero si esta absurda oportunidad sirve de algo es para decirte que estoy seguro que el haber estado con vos fue más que cualquier copa del mundo. Que lo hermoso de haber sobrevivido a esos veranos de prestado fue que creamos nuestro propio Monumento, el que dijiste en alguna de nuestras últimas charlas que siempre iba a estar, y que es tan inalterable que hoy te pienso y ni un ladrillo le falta. Porque este camino con vos ha regado para siempre mis parcelas de oro, y hoy te invoco (otra vez), te escribo y te extraño sabiendo que por mucho tiempo nos la jugamos al mil y le ganábamos por goleada al que se plante.
A pesar de que ya no hay un nosotros, y de que el tiempo de ahora en más va a cocinar esta ausencia para recordarme cada tanto que te has ido, me quedo con lo más lindo que me dejaste: El regalo de tu amor como un aviso de que allá, abierto 24/7, hubo un Monumento al que siempre pudimos subir para ver la ciudad. Y qué lindo saber que toda una ciudad es un museo abierto de lo que fuimos.
Te amo, y cuando te tengo en mi memoria, estás acá.
Emiliano.
Bio
Emiliano (Santa Cruz, 1996) vive en Córdoba y estudia Ciencias Políticas.