Ana
Querida Ana:
La última vez que te escribí, que también fue la primera, te dije que tu nombre siempre me pareció ficticio. Bueno, creo que en realidad lo nuestro siempre fue ficticio. De hecho, puedo pensar que vos ya no sos la misma, que cambió tu cara, tu color de rouge, tu peinado. Que la voz con la que tal vez me nombres ya no es la misma, que tu perfume que queda en otra ropa también es diferente.
Nunca pensé en escribirte de nuevo y menos a 12.000 kilómetros de distancia, en otro continente, rodeado de personas que quizás nunca conozcas. ¿Te acordás todas las noches que hablamos sobre Argentina? Ahora, muchos de mis nuevos amigos no saben nada sobre lo que a nosotros nos desvelaba, lo que nos apasionaba, lo que nos acercaba. Para ellos, todo eso bien podría ser un mundo de fantasía.
Pero para mí, en parte, lo que me envuelve en este momento es la fantasía: ¿Puedo realmente vivir en un lugar donde no sepan quién sos? ¿Que no entiendan lo importante que sos para mí y para todos los que te conozcan? ¿Cómo puedo abrazar a personas que no tengan los pelos de tu gato en el abrigo?
No tengo respuestas a todo eso, pero está sucediendo. Hay una canción de Fito Páez que se llama “Las cosas tienen movimiento” que seguro te hice escuchar y creo que puede resumir a la perfección lo que intento torpemente en esta carta. De hecho creo que sería la solución más sencilla de todas evadirme con lo que alguien más ya creó para traducir esta clase de sentimientos.
Sin embargo, prefiero intentarlo y equivocarme, algo parecido a lo que terminamos haciendo nosotros y nos trajo hasta este punto de distancia. ¿Qué hago con los chistes que se me ocurren y sólo entenderías vos? ¿Qué pasa con esas conversaciones mentales que empiezo y que no me contestás? ¿En cuántas fotos puedo seguir dejando el espacio vacío a un costado para después rellenarlo con tu presencia?
Hace poco estuve en Cádiz por un festival de poesía al que me invitaron. Una de las cosas que más me entusiasmaba de ese viaje era volver a ver el mismo mar que en mi infancia. ¿Te acordás las veces que te hablé de mis veranos en la Costa Atlántica? Bueno, ahora pude verlo en un contraplano absolutamente melancólico: un adulto recogiendo las botellas al mar que tiró un niño solitario en el Atlántico en la década de los 90’s y principio de los 2000’s.
Nada de esto pude contártelo en el momento, no quise contagiarte con mi estado de ánimo, por lo que aprovecho ahora la ocasión. Las olas de ese gigante salado se parecían, aunque en menor intensidad, a aquellas que hacían de banda sonora en mi adolescencia cuando fantaseaba en conocer a alguien como vos. Más de 15 años después, ese sonido es un ruido blanco que no me tranquiliza ni me distrae, sino que potencia la incomodidad.
Pero no quiero irme por las ramas de la nostalgia. Empecé esta carta diciéndote que nuestra relación bien podría calificar de ficticia en su conjunto. No es una exageración o una frase grandilocuente para que esta carta tenga algo de vuelo: realmente pienso que el tiempo que compartimos pasó en otro mundo, en otro plano, en una línea narrativa en donde todo era posible. Los dos, en tanto, éramos narradores omniscientes que sabían todo, incluido el desenlace, pero preferían no decir nada para no arruinar el juego.
Te digo esto, sobre todo, porque creo que enfrento una crisis de realidad. Supimos atravesar los tiempos de desrealidad juntos, esos que Roland Barthes califica como “sentimiento de ausencia, disminución de realidad experimentado por el sujeto amoroso frente al mundo“. Creamos nuestro propio mundo, nuestro propio lenguaje, nuestros propios gestos. Pero todos eran parte de una ficción, no de la realidad.
Ahora que estamos separados, ahora que probablemente no nos veamos más, la realidad me carga su peso sobre los hombros, me aplasta las vértebras del ánimo hasta obligarme a ver todo desde el ras del suelo. La fuerza de gravedad del desamor es la que ahora me ata a la tierra. ¿Cómo puede ser que exista un mundo en el que vos no estás cerca? Es posible, es este. ¿Entonces el otro era un mundo de fantasía?
Acá en Barcelona, una de mis primeras compras impulsivas, por no decir la única, fue la poesía completa de Cristina Peri Rossi: un libro de más de 1200 páginas que es difícil de transportar y que va a costar mudarlo. Pero no me importó, porque necesitaba tener esas palabras cerca después de haber perdido las nuestras. Mirá lo que escribe en este poema, ¿no te suena?: “Qué cruel trabajo/ qué tarea agotadora/ qué condena agobiante/ volver a ser yo/ luego de haber sido juntas/ túyo yotú/ el cordón umbilical/ del amor espejo”.
En nuestro caso, nunca llegamos a ese nivel de simbiosis, porque sabíamos que el espejo estaba roto, que era capaz de alterar cualquier tipo de reflejo. En otras palabras, ese espejo ya creaba una ficción de lo nuestro. Pero la distancia siempre hace trampa, y la perspectiva se encarga de engañarnos para pensar que todo fue nítido y transparente.
¿A quién le escribo esta carta? ¿A vos o a mí? ¿A nosotros? ¿A los que realmente existieron o a los que se envolvieron en esa historia ficticia? No es lo importante. Quizás esta carta solo sea el último capítulo de esa historia que no sabíamos que estábamos narrando y que ahora, poco a poco, pierde sus palabras.
Termino esta carta con algo que no te conté y que quería decirte: en Cádiz, cuando me asomé al Atlántico, vi el celeste fundirse en un blanco en el horizonte que me hizo pensar en vos y en los colores que te fascinaban. Cuando volví al hotel, quise escribir algo al respecto, pero solo me salió hacer un dibujo torpe y no tenía nada para pintarlo. Ahí fue cuando me di cuenta que además de un lenguaje perdido, nuestra distancia también está hecha de colores que nunca más vamos a volver a ver.
Espero que esta carta te encuentre bien, pero sobre todo, te encuentre.
Gus
Bio
Gustavo Yuste es autor de “Las canciones de los boliches”, “Lo que uso y no recomiendo”, entre otros. En la primera temporada ya le había escrito a Ana. También colaboró con Lubi en Claraboya, en el episodio «de Gustavo || para Alberto«.