Oscar
Oscar:
Ojalá nunca leas estas líneas. Ojalá que antes te falle el corazón, que te pique una víbora venenosa, que te olvides el gas abierto, que el 338 te lleve puesto y te saque a recorrer el conurbano en la parrilla. O mejor, Oscar, que te parta un rayo.
Voy a esconder esta carta en el fondo del tercer cajón de la derecha, ese que no abrís nunca, donde están guardadas, perfectamente planchadas, almidonadas y envueltas en papel de seda, las tres camisas finas que tenés para los casamientos y los velorios. Finas es un decir; más o menos decentes. Les puse también unas bolsitas de arpillera con capullos de lavanda, para ahuyentar la polilla, como me enseñó mi abuela. Probablemente nunca la encuentres porque te vestís siempre con lo mismo, esos jogging gastados que te remendé cuarenta veces entre el culo y las pelotas. ¿Alguna vez me explicarás cómo es que te abrís los pantalones de esa manera? ¿Qué tenés? ¿Púas en el ojete?
Si la encontraste, si no te has muerto todavía, la estarás leyendo, descubriendo despacio las letras con el dedo y moviendo un poco los labios, repantigado en el sofá marrón que huele vagamente a perro y a humedad. No te inclines a la derecha, que el sillón baila un poco porque tiene la pata de adelante más corta.
Me pregunto quién se habrá muerto para que la encuentres. ¿Ha sido, por fin, la turra de tu tía Mirna? ¿O tu santa madre, la única mujer por la que alguna vez moviste el orto en esta vida? Doy por descontado que la encontraste porque tuviste un velorio, ¿te das cuenta? Casorios no creo que hayas tenido, porque a tu prima hace rato que se le pasó el arroz y la criatura esa, tu sobrina Charito, por más que esté ya en edad de merecer, es un esperpento la pobre y seamos sinceros, ¿dónde va a encontrar candidato?
Velorio, entonces. Calculo en años la distancia entre mi aquí y ahora, este momento en que te escribo, sentada en la cocina, cagada de frío porque por más que te lo he dicho una y mil veces no le cambiaste los burletes a las ventanas, y tu aquí y ahora, este momento en que me estás leyendo, porque así como son de guachos en tu familia, así también son de longevos. Lo que dice el proverbio: yerba mala nunca muere.
Como quiera que sea, ya te habrás dado cuenta de que me he ido. No lo habrás notado hasta la noche cuando te agarró el hambre y volviste del taller del fondo, con las manos todavía no del todo limpias, frotándolas contra la camiseta y manchándola de grasa, irremediablemente, gritando ¿y, jabru, qué comemo? Lo escribo, acá sentada en la cocina, con los dedos agarrotados de frío, y es como si te escuchara y me subleva, mirá. Es decir, puesto más sencillo para vos: me enoja, me sulfura. ¿Puede ser que seas tan bruto que todo te lo tengo que explicar?
No sé dónde andaré cuando leas esto. Con conocer las cataratas me contento, a decir verdad. ¿Te das cuenta de que en veinte años de casados ni a las cataratas fuimos? Mirá que hay que tener una de las maravillas de la naturaleza acá a la vuelta y no visitarla, eh. Pero no, claro, todas las benditas vacaciones tenían que ser en lo del chanta de tu primo Mario. Chacharramendi, La Pampa: 40 grados a la sombra. ¡Qué pueblo de mierda! Y vos que te das aires y te pensás que tu primo es un potentado ganadero. ¿No te das cuenta que el campo de tu primo está cada vez más chico porque juega, pierde y tiene que andar rematando hectáreas para pagar las deudas? ¿No te das cuenta que no es chivito lo que te sirven, que es carnero viejo? Pero no, si vos lo tenés en un pedestal a él y a toda tu parentela. Para que lo sepas te lo digo: además de chanta y jugador, tu primo Mario es un borracho y más de una vez me ha querido tocar el culo.
En fin, si no te has muerto, y si al fin se te ha muerto algún pariente y te estás cambiando para el velorio y encontrás esta carta entre la camisa blanca y la amarillo pajizo y te sentás en el sillón desvencijado y no te ganó la fatiga y seguiste leyendo hasta acá, te digo lo que ya sabés: que me he ido porque ya no te soporto. Ponete la blanca para el velorio. Los zapatos negros tienen la suela del taco despegada así que lo lamento mucho pero tendrás que ponerte los marrones, de otro modo andarás rengueando toda la noche. De cualquier manera, los negros te aprietan los juanetes.
Y ahora ya me voy, chau, se terminó la carta. Me voy porque ya se hicieron las siete y media, se me lavó el mate y me tengo que poner con la comida. Ya se escucha el quilombo que hacés en el taller cuando juntás las herramientas. ¿No las podrías guardar sin revolearlas? ¿No se te arruinan así, por más que sean de fierro? En un rato apagarás la radio y vendrás rascándote la panza, manchando la camiseta, gritando ¿y, jabru, qué comemo? y yo estaré, lo mismo que ayer, barriendo las cenizas de esta página que habré usado para prenderte el calefón. Podrías arreglarle el chispero de una vez.
Chau, me voy, que ya estás por llegar, ya te oigo acercarte. Mañana te la escribo nuevamente, como todos los días, como cada vez.
Te detesto, con amor,
Lili
Bio
Cris Heiderscheid (La Plata, 1988). Es lector y profesor de Literatura.