Darío

Darío:

Escuché en un slam 
un poema que empezaba así: 
“imagino tu muerte / todos los días” 

El poema es tuyo y las palabras salen de tu boca como encadenadas entre sí. En el escenario improvisado estás vos sin saber que estoy en el público. Leés el poema en un papelito arrugado, no te tiembla la voz como a todos los demás, estás muy seguro de lo que decís. Enumerás una suerte de escenarios terroríficos en los cuales me muero una y otra vez, y al final suspirás, entre aliviado y decepcionado, porque ninguna de esas anécdotas mortuorias es real. Yo me refugio en el fondo, en la oscuridad del bar. El color negro, de mi ropa, habitual en mí, rápidamente se convierte en el traje ideal para asistir a mis infinitos funerales. Podría sentir dolor, miedo, vergüenza ajena, pero me gusta estar en tu poema y que me mates reiteradas veces para, finalmente, aceptar que no podés. Es gracioso, incluso, que me estés matando cuando estoy ahí. 

¿Te acordás cuando jugábamos a la batata macabra? Acanallaban, acaparaban tramas malvadas tus llagas lanza-granadas. Abríamos la categoría drama del catálogo y elegíamos la película más triste para entender que éramos felices, a veces no salía bien. Las cosas normalmente no salían bien. Tenías la necesidad imperiosa de hablar. Podías discutir durante horas, solo, sin mí. Porque no me gustaba discutir con vos, porque no iba a regalarte ni una sola palabra. Inventabas escenarios, talento que nunca perdiste, para arrojarme en medio de tu historia con papeles protagónicos y complejas interacciones. 

Pero también hubo momentos en los que entendimos la felicidad. Es por eso que se frustran tus intentos de, finalmente, matarme en vos. La colección de stickers viejos, por ejemplo. Fanta, Seven Up, Gatorade, Yastá frescura interior, si es Bayer es bueno, Cherry coke, Rexina acción gradual. Llenamos una puerta con esas calcomanías. Podrían exponerla en el museo de arte contemporáneo o usarla para la escenografía de una película de los noventa. La vez que me regalaste ese mameluco igual al de Silvia Prieto. Todas las suculentas que plantaste en mi balcón. Los infinitos intentos por fotografiar los carteles de neón de Avenida Corrientes. Esa foto en la que posabas con el cartel del Palacio de la Papa Frita. Tuve que tirarla. Toda la ciudad está llena de vos y de mí, de nosotros dos. de fantasmas nuestros.

Sabés, existe otro recuerdo en mi memoria que atesoro con nitidez. Caminábamos de madrugada, después de esperar un colectivo que nunca llegó. En la calle había un auto estacionado, abandonado, lleno de tierra, con dibujitos en los vidrios hechos por dedos graciosos. No tenía el clásico “lavame sucio”, pero tenía algo mejor. En la parte trasera, lo que supo ser una pérdida de aceite dejó un dibujo sobre el asfalto. Vos te acercaste porque le encontraste una forma conocida. “Es charly”, dijiste. “Charly García”. De repente, esa mancha abstracta de aceite seco y viejo parecía dibujar una caricatura de pelo ondulado y, lo más importante, bigote exagerado. No sé qué pasó con vos, con el que encontraba a Charly en una mancha de aceite. Quizás no garpa para tu público contar esas cosas en tus poemas, pero justamente eso era lo que más me gustaba de vos.

En tu nombre hay un río y en la carpeta de fotos que guardo sepultada en un disco externo tengo esa que nos sacamos en la costanera comiendo un superpancho. Disculpame la falta de sofisticación, sé que ahora sos una persona que frecuenta la moda circular pero sólo con ropa de marca, sé que tenés un trabajo en blanco, sé que a muchas personas le interesan tus poemas. A mi no me importa nada de eso, nunca me importó. Pero a vos sí. Vos querías que me importaran las cosas que a vos te parecían importantes. Eras imposible. Todo en vos era imposible. 

La puerta con las calcomanías, la barnicé y el último rollo de fotos que no revelamos lo dejé en la costanera. Lo hice una tarde que salí a caminar por ahí. Apoyé el rollo en el filo del muro que separa el cemento del agua amarronada. Me dí vuelta y fingí distraerme, seguir caminando, no quise saber. Lo dejé a criterio del viento. 

Pero hoy sí tuve curiosidad. Ví tu nombre en ese flyer con colores que no combinan. Memoricé la dirección del bar y tomé el colectivo que me dejaba a un par de cuadras. Quería caminar y tener tiempo de reflexionar sobre lo que estaba haciendo, pero no me arrepentí. Crucé la puerta del bar y te encontré altivo en ese escenario perfecto para vos.

No sé qué te pasó, Darío, ni qué pasó con nosotros. 

Pero te invito a que sigas imaginando mi muerte.

Bio

Lucía (1997) es comunicadora. Creció en La Pampa y actualmente vive en CABA.

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