Manuel
¿Sabés qué hice ayer? Me compré una crema para el cuerpo, de esas bien caras, de las que a vos te parecían un desperdicio absoluto. ¿Sabés qué me pasó? Cuando la abrí, el aroma de la crema me llevó de golpe a Múnich, a los pocos días que estuvimos ahí, explorando el otro lado del mundo.
Era un olor calmo, limpio, como de talco suave. Ordenado y silencioso, como las cuadras en las afueras de Múnich. Éramos vos y yo entre los edificios blancos, cruzando las vías de los trenes, agarrados de la mano, abrigados con lanas baratas, jugando a adivinar el nombre de las comidas en los restaurantes.
Venía tratando de evitar pensar en ese viaje porque no quería pensar en vos. La última vez que me había cruzado con las fotos de esos días había llorado mucho. Que tus manos y tu risa estampada en esas imágenes mancharan un viaje que me había costado tanto me sacudía de ira, y a mí la ira, como bien sabés, me hace llorar. Así que las fotos habían quedado escondidas, para ese futuro incierto en el que tu ausencia no estuviese en el centro de todo.
Pero ayer, mientras los recuerdos de los paseos, los edificios, los patios cerveceros, las confusiones torpes, regresaban a todo galope desde el frasco de crema, sentí otra cosa.
No sé muy bien cómo describirlo porque todavía no estoy segura de entenderlo… Pero creo que me sentí desamparada, desencontrada, pero también monstruosa, enorme. Como un bebé muy grande y torpe que aprende a caminar.
Traté de imaginar con qué respuesta condescendiente me hubieses calificado de dramática, porque eso pasaba, de eso sí que trato de no olvidarme, pero en su lugar la memoria me trajo otra cosa: la última noche, cuando aprendimos a decir “liebling” de tanto escuchar a una pareja en la estación de tren mientras esperábamos el nuestro para el siguiente destino. Liebling, querido, querida. Un hallazgo lingüístico para nosotros que odiábamos los apodos amorosos.
Entonces me miraste y dijiste: “Mi para siempre liebling”. En ese momento, la verdad del mundo estaba escondida en esa frase. Ayer, con el pote de crema en la mano, congelada por el recuerdo, la única verdad que decantó fue que realmente eras un romántico ridículo.
Ni liebling ni para siempre, ahora lo sabemos bien. El torbellino de certezas de amor eterno, de vida de a dos, de complementariedad que se disparó en ese viaje y en el tiempo que vino después, antes de la debacle, me hizo reírme un poco de la ingenuidad que teníamos, no te voy a mentir.
Porque si en aquel momento me lo preguntaban, yo firmaba con cuerpo y alma ese estatus de liebling eterna. Menos mal que no lo hice, ¿verdad?
Y mientras pensaba en eso, y en las palabras que habían trazado nuestro camino en esos meses, me di cuenta de que ya me quedaba chico, incómodo, este lenguaje de mensajes extranjeros, expresiones secretas y chistes entre nosotros, que era bien nuestro y que ahora había quedado trunco. Ya no tenía, ya no tengo, más ganas de tener tus palabras revoloteando en mis charlas, percibo que hay en mí lugar para más, para un lenguaje nuevo, una construcción diferente.
Me pregunto si vos usarás las mías, si también te invadirán todavía y saltarán en tus conversaciones como topos sorpresivos que hay que aplastar con una maza, como en los juegos de la costa. Yo no quiero aplastar las tuyas, porque eso sólo las escondería por un tiempo, y tarde o temprano volverían a sorprenderme. Ya tuve suficiente de eso. Quiero despegarme de ellas. Mejor dicho, despegarlas a ellas de mí cuando aparezcan en conversaciones, en estos recuerdos sorpresivos. Ayer tomé esta palabra y la descarté como una cáscara seca: no más liebling.
Hoy ya me siento un poco más liviana. Incluso, pensé en que podría organizarme otro viaje.
¿Por qué no? Seguro que vos estás organizando tus cosas, tus viajes a destinos impronunciables con muchos recorridos en muy pocos días. Cómo te gustaba eso, cómo me ponía loca eso. Tu optimismo espacio-temporal que rozaba el surrealismo.
Ahora quiero hacer un viaje a mi ritmo, para poder visitar algún museo y también salir a buscar un cafecito donde me den ganas de sentarme a leer un libro que me haya llevado, o que haya conseguido en una librería de paso.
Ah, me imagino la libertad de no tenerte al lado susurrando: “No llegamos, dale, apurá el paso, tenemos un plan para el día, nos falta visitar tres lugares y ya es la hora del almuerzo”.
Tal vez, sólo tal vez, dentro de algunos años, hasta me anime a volver a Múnich. No para sobreescribir los recuerdos ni tampoco para ver tu ausencia. Eso ya está. Ir para descubrir la ciudad, otra vez; para descubrirme a mí y no a vos. A ver con qué me encuentro.
Mientras tanto, voy a dejar la crema humectante en la mesa de luz. Así me acostumbro al aroma, a los recuerdos, a la libertad de revisarlos, de elegir con qué quedarme y con qué no.
¿Sabés qué? Ojalá que vos también te hayas podido comprar alguna de esas cosas que a mí me parecían un desperdicio, sólo por una cuestión de equilibrio. Ojalá que no nos crucemos, al menos no en Múnich. Después, si nos encontramos en otro lado… bueno, después vemos.
Bio
Marina Novello tiene 32 años y trabaja como lingüista computacional en CABA. Publicó Esas cosas no existen y otros cuentos con brujas (Galerna Infantil, 2016).