Victoria

Amor,  

Una vez leí que, cuando se enamoran, los hipocampos (que es el verdadero nombre de los caballitos de mar) realizan un ritual para demostrar lo que sienten (tardé horas en decidir qué verbo usar y todavía me parece que hablar de sentimientos es injusto, demasiado humano). ¿Viste alguna vez la típica foto de dos caballitos de mar formando un corazón? En estas especies, es “el macho” el que gesta, y gracias a esa postura-corazón, el oviducto de la hembra se pega a la bolsa incubadora que el macho lleva en el torso y ella lo insemina. Sí, como escuchás: ella lo insemina a él. ¿No es grandioso? Pero esa no es la mejor parte. Antes de llegar a ese momento de inseminación, el mar vive una verdadera fiesta de amor. La pareja de caballitos baila. Sí, amor, te juro, ¡baila! Sujetados de las colas, los dos se mueven en un torbellino que los desplaza hacia el fondo y hacia la superficie del agua. Mientras tanto, un caballito canta “serenatas” para el otro caballito. La maratón dura varios días, la pareja tiene un baile final, el baile en el que cambian, en el proceso, su color. Mutan, y en ese viaje de transformación que tiene la forma de un candombe, una milonga, un tanguito, o como a vos solía gustarte, una fiesta techno deep house en el fondo del océano, se acompañan. Y ya no se separan nunca más. 

No, no estoy escribiendo un tratado sobre caballitos de mar. Quizás balbuceo, porque solo así puedo caminar los angostos pasillos de la memoria. Anoche recordé ese día. Sé que la referencia es vaga, que no podés saber a cuál de todos los días que compartimos juntas me refiero, pero intentaré especificar. Fue la noche de mi cumpleaños número veintiséis. Esa noche en la que, después de compartir el sexo, la comida y más sexo, nos quedamos rendidas a los pies de tu cama. Vos te dormiste un poco antes que yo. Respirabas profundo, tus pies cruzaban los míos, nuestras narices se tocaban apenas, y descubrí que, vistas desde arriba, también nosotras formábamos una postura-corazón. Como si estuviéramos en una peli indie y una voz en off nos narrara como caballos marinos. Pensé, mientras mi ritmo cardíaco se acompasaba con el tuyo, o el tuyo con el mío, cómo saberlo. Y entonces supe, con la certeza de un rayo, que realmente te iría bien viviendo debajo del mar. Imaginate: flashdance océano, reina de las profundidades del agua, domadora de mareas, criatura divina de los folklores mitológicos que se cantan en mi pueblo. Ese día sonreí y quise despertarte, contarte que fantaseé con vestirte de sirena y reírnos juntas por lo ridículo y lo acertado de esa imagen. ¡Cómo pude tardar tanto en entender que estaba durmiendo al lado de una sirena con ojos de tormenta! 

En fin, esa noche no te desperté. Y casi cinco años después recordé aquello y decidí, en cambio, escribirte una carta que hablara de los caballitos de mar, de sus rarezas, y de lo mucho que te les parecés. También yo me les parezco. Y no, no tengo ninguna habilidad motriz que me permita domar las pistas de las corrientes oceánicas como vos lo hacías aquellas noches de fiesta y carnaval. Mi equilibrio es paupérrimo, mis destrezas románticas son algo peores y ya sabemos que prefiero no ser la anfitriona de ningún baile. Pero ¿te diste cuenta ese día? Hace un tiempo que lo noto: he cambiado de color. No sé si te percataste, pero sé que te hablé de esto antes. El día en que te conocí sentí cómo ese peso oscuro adentro mío que durante tanto tiempo procuré cuidar fue cediendo espacio a una luz cálida, índigo, violeta. Si esa noche no te saqué los ojos de encima es porque tuve miedo de quedarme ciega, al menos por contraste.  

Nuestra querida Clarice Lispector dijo una vez: “Será preciso valor para hacer lo que voy a hacer: decir”. Ahora que estoy en pleno vómito discursivo, me permito un último escupitajo de sinceridad. Todo a nuestro alrededor cambió y lo seguirá haciendo. Seguirá cambiando. Hace tiempo lo entendí y ya no opongo resistencia. Aguardo la transformación con la certeza de que lo que viene no siempre es mejor, pero tampoco es peor, sino que con suerte y dedicación, puede llegar a ser igual de bueno. En medio de este caos errático en el que devenimos pareja, dúo, compañeras, se asoma un sentimiento que hoy tiene la forma de la amistad. Y ese sentimiento es permanente. Persiste más allá de nosotras, del nombre de un vínculo, de la etiqueta de una época, aunque solo exista por y para nosotras.  

Esta carta es un gran gesto a largo plazo. Un gesto que no pretende llegar al fondo de nada, sino al comienzo de todo lo que es posible para vos y para mí con una forma diferente, sin contornos ni mandatos. Un nuevo canal de comunicación para decirnos cosas que quedaron sin decir, para hablar de nuevos temas. Un juego que se activa solo en momentos específicos, cuando tengamos ganas de jugarlo. Vamos, una cofradía para revisitarnos con cariño en la posteridad.  

Tal vez esta carta sea solo otra forma de decirte que, aunque nos separe un continente de agua y después nos reúna nuevamente algún viento, te quiero. Y ese sentimiento es para siempre.

Alex

Bio

Esta carta la escribió Alex Zani, docente, periodista y escritora. Actualmente es becaria doctoral en Estudios de Género (UBA, CONICET) y cursa la Maestría en Escritura Creativa (UNTREF).

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