Marcos
No sé cómo empezar esta carta porque no sé si tenés ganas de recibirla. Sos feliz, así que no creo que te interese saber en qué ando. Supongo que me convertí en ese deseo débil que se siente por las personas que uno vuelve a recordar solo cuando se las nombra.
“No supe nada más de él, pero espero que esté bien”.
Me gusta imaginar que al final de esa oración no necesitás decir “ya no lo odio tanto” porque, a pesar de todo lo que pasamos, pronunciás ese deseo débil con una mueca parecida a una sonrisa.
Pero tenés el derecho a decirlo.
Yo también me odiaría.
Seba me preguntó si conocía un lugar para ir con el novio a Uruguay y le conté de la cabaña cerca de la playa. Se negó rotundamente, dijo que seguro la dejamos embrujada y que todas las parejas que se animen a alquilarla salen de ahí separadas. Me reí porque probablemente tenga razón. Ojalá el dueño haya llevado una bruja o algo para hacerle una limpieza.
Vos creías que el clima de mierda que había cuando llegamos me había puesto del orto, pero yo ya estaba así antes de salir de casa. Te vi guardar cosas para estudiar en la valija cuando se suponía que esas eran nuestras vacaciones. No te dije nada porque todo lo que leés es para volver este mundo un lugar menos peor. Estábamos cumpliendo los roles que nos puse en mi mente. Vos ibas a ser el intelectual y yo, el ingenioso. Vos el lindo, yo el gracioso.
Los dos seguimos cumpliendo el papel que nos toca, pero por separado.
Qué manera de llover. Nos metimos la ropa de verano en el culo. Teníamos una malla de cada color, pero ni un puto suéter. Tuvimos que envolvernos con las frazadas que había ahí e ir caminando por la cabaña como personas recién rescatadas de un incendio en una película yankee, ¿te acordás?
El dueño no quería que fumemos adentro, pero como llovía mucho vos te prendiste un cigarrillo igual y te paraste al lado de la ventana a pesar de que la galería tenía techito. Yo te dije en chiste “cagate en todo, como siempre” pero vos creíste que era en serio.
Y ahí arrancó la tormenta.
La posta.
Siempre me llamó la atención tu capacidad para ponerte del orto tan rápido. No llevábamos ni un día en otro país y ya habías usado la frase que más odio en el mundo: “todos los chistes tienen algo de verdad”. Agarraste tus libros y te fuiste a estudiar a la cama. Pensé en no seguirte, en repartirnos un piso de la cabaña cada uno y pasar así la primera noche, tomándonos unas vacaciones el uno del otro. Pero subí.
“Salgamos”, me dijiste. Te deprimía el encierro, te hacía acordar a Buenos Aires. Vos estudiando en el living, yo escribiendo en el taller. Se suponía que ese fin de semana era para escapar de eso. El miedo a una gripe no podía ser más fuerte que las ganas de disfrutar ese mar del que tanto habíamos hablado. Caminamos las cuadras que nos separaban de la orilla y cuando llegamos dejó de llover. Estábamos empapados y gritábamos del frío mientras nos reíamos por haber sido tan pelotudos como para no revisar el clima antes de viajar. Te dije que los labios morados te quedaban lindos.
Todo te quedaba lindo.
Cumplías tu rol a la perfección.
Me dijiste “no me odies” y sacaste un papel donde tenías guardadas cuatro pepas. Yo me reí nervioso de tu nivel de inconsciencia, jamás se te había ocurrido que ese acto tan boludo te podría haber convertido en un narcotraficante internacional. Tenías tantas ganas de verme drogado. Tenías ganas de creer que yo exageraba cuando te contaba que esas historias nunca terminan bien. Para vos era una travesura.
Te gustaba creer que exageraba cuando contaba mis historias en las que todos terminaban enojados conmigo. Quisiste correr el riesgo. Me expusiste y te dejé. Te quería tanto que te dejaba el último pedazo de alfajor, mi lado favorito de la cama y apretar por cualquier lado el dentífrico de casa. ¿Cómo no te iba a permitir hacer esto, que para vos era una simple travesura?
Me miraste con picardía y te pusiste una en la boca, me propusiste que nos besemos y que, si al terminar la pepa seguía de tu lado, yo no tenía que tomar en todo el viaje.
Eso fue el viernes a la noche.
Te volví a ver el domingo.
Estaba en la hamaca paraguaya. Había un sol precioso. Entré en la cabaña con la seguridad de que ya se me había pasado el efecto, pero esa sensación ya la había tenido varias veces antes. Ya no me mirabas con picardía, me mirabas con miedo. Finalmente habías entendido que el terrible que llevo tatuado en la frente no era solo un adorno estético, también funcionaba como advertencia. Te sentaste conmigo en el sillón y me abrazaste. Me pediste perdón y yo te dije que estaba todo bien, pero te estaba odiando por dentro. ¿Tanta necesidad tenías de verme así?
No te pregunté qué pasó en el mundo real durante todo ese tiempo que estuve ido, pero me imagino que fue lo de siempre. Al principio habrá sido divertido. Siempre es divertido al principio. Después seguro te convencí de que necesitábamos más y me diste tu parte porque la gente normal no necesita tanto. Lo que debe haber sido tu carita cuando te diste cuenta de la cagada que te habías mandado.
Pobrecito.
Te escribo porque Seba me hizo acordar de lo que pasó en ese viaje y necesitaba pedirte perdón. Ya sé que estuve mal en echarte la culpa. Tardé bastante en darme cuenta. Lo suficiente como para que alguien haya aparecido a remover los escombros y te ayudara a construir algo mejor. Pero ahora entiendo lo que querías hacer: querías que me relaje, estábamos de vacaciones.
El problema es que cuando la gente como yo se relaja demasiado, baja la guardia. Y si bajo la guardia, pierdo el control: algo que ya no estoy dispuesto a perder por nadie. Quizás por eso me cuesta tanto volver a enamorarme. Quizás por eso al bajar del barco te dije que nos tomemos taxis diferentes.
Me acuerdo cómo me miraste. Ya no con picardía. Ya no con miedo.
Me miraste con odio.
Mientras Seba se reía imaginando las cosas horribles que te habré dicho o la cantidad de veces que tuviste que evitar que termine como Alfonsina, me puse a pensar si me había quedado un buen recuerdo de ese fin de semana. Algo para rescatar. Y acá va:
Estamos sentados en el sillón y vos llevás callado un montón de tiempo. El efecto del ácido se va mientras vos te peleás con el módem de la cabaña. Conectás tu cuenta de Netflix y ponés Grey’s Anatomy. Hay sol, podríamos estar disfrutando nuestro último día en la playa, pero no, vos querés acostarte y apoyar tu cabeza sobre mis piernas. Pasan dos capítulos seguidos que miramos en silencio mientras el sol poco a poco se acomoda para irse. Me parece demencial que estemos encerrados mirando una serie que ya conocemos de memoria mientras afuera está el mar. Me da vergüenza pensar en la excusa que voy a tener que inventar para volver sin una puta foto en la arena. Estoy a punto de enojarme cuando miro para abajo y estás ahí, dormido, tan relajado que mi rodilla ahora se volvió el cementerio de tu baba. Me quedo mirándote roncar, pensando en que lo que más me gusta de vos es tu libertad para hacer lo que se te canta. Yo era así, pero creo que abusé de eso. No te lo avisan pero, si abusás de tu libertad de chico, terminás preso de vos mismo de grande.
“Estamos todo el tiempo encerrados, vayámonos de viaje”, decías.
Buenos Aires no era el problema.
Era yo.
Quise despertarte. Me parecía injusto que yo supiera que ese iba a ser nuestro último día juntos y vos no. Quería que pudieras disfrutarlo tanto como yo hasta que me di cuenta de que ya lo estabas haciendo. Siempre hiciste lo que se te cantaba. Te podrías haber ido, pero elegiste quedarte.
Eras capaz de entregar libertad por mí, pero yo no era capaz de dejarte hacerlo.
Te rasqué el pelo y me quedé mirando cómo dormías. Finalmente me había relajado y vos ni te enteraste.
Hasta babearme la rodilla te quedaba lindo.
Cumplías tu rol a la perfección.
Bio
La carta la escribió Nicolás Zamorano (@zabodice) en 2019. Es escritor, músico y conductor del podcast El amor después. Ese año publicaó su novela «Yo, adolescente» (Planeta, 2019), una historia sobre la tragedia de cromañón. En 2019 estrenaron la adaptación al cine de la novela.
Nota de las editoras
Por cartas como esta nos parece importante facilitarles la versión escrita. Así como el silencio en la oralidad, los espacios en blanco también comunican. En este caso, Zabo construye sentido a partir de una estructura no lingüística que se repite. La tensión aumenta y los espacios vacíos parecieran ser el aire que nos falta para poder leerla hasta al final.
(Al volver a escuchar la carta, me doy cuenta de que a mí por momentos me falta el aire al leerla. A veces, comunicar una emoción se torna demasiado literal).